El azar es una marejada de sucesos que surcan nuestra existencia dejándola aparentemente descompuesta. Decía J. Monod, admitiendo que su conclusión fuese tal vez una utopía, que el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo de donde ha emergido el azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte. Puede escoger entre el reino y las tinieblas.[1]
Es decir, muchos de los acontecimientos y fenómenos del Universo tienen un componente azaroso que no puede ser negado, aunque admitimos hoy que dado un fenómeno x puede producirse según ciertas leyes físicas contrastadas el fenómeno y. No obstante, el azar y la necesidad no son necesariamente incompatibles, sino que conjugados vierten un entramado sazonado con un grado significativo de incertidumbre.
Para lo que aquí nos interesa, precisaremos en qué sentido vamos a utilizar el concepto de azar, a saber, como el conjunto de sucesos subjetivamente imprevisibles para el ser humano. Esta falta de previsión hace referencia no a determinado fenómeno que se produce, sino al hecho de que este se dé juntamente con otro suceso significativo de nuestra existencia.
Supongamos que hemos preparado con todo el afán y tiempo una gran fiesta de cumpleaños, al aire libre, para nuestro hijo/a. El hecho de que ese día, precisamente y no otro, se produzca un temporal, con un aguacero y viento intenso, se debe exclusivamente al azar. De ningún modo a una especie de gesto oculto y mágico que provoca la coincidencia.
Nuestra existencia esta repleta a rebosar de este tipo de confluencias inquietantes que, a menudo, por muy incrédulos que nos declaremos nos fuerzan a cuestionarnos ¿qué está pasando realmente? Por ejemplo, cuando tras una plaga de chinches de la cama que dura cinco meses, sufres un hackeo informático del módem, los ordenadores, móviles y cuentas corrientes, y al poco tiempo se declara una pandemia mundial, uno debe conservar una frialdad poco habitual para no caer preso de una tendencia paranoica. Desechar, por supuesto, el mencionado azar y rebuscar con pavor la némesis de los muertos que fueron enterrados sin emoción, ni tristeza.
Si cada uno revisa su biografía, es posible que muchos identifiquen rachas catastróficas como la ejemplificada.
¿Qué ha sucedido, realmente? Pues, creo que simplemente casualidad. Lo cual no excluye que esta serie de sucesos disparen un cierto sentimiento de culpa y de estar pagando determinadas deudas. Todos estamos bajo el influjo del pensamiento mágico. Pero, ciertamente y aunque nos pueda parecer increíble, no hay un ente oculto que nos castiga y dinamita cuando lo considera oportuno. Entre otras razones porque, si realizásemos un estudio exhaustivo sobre los individuos que tienen estos sentimientos e indagáramos en sus biografías, seguramente no hallaríamos patrón alguno que respondiera al bien o el mal que estos sujetos han infringido en el mundo.
La concurrencia de fenómenos de este tipo no depende de nosotros. Pero sí, y esto es fundamental, la capacidad de resistencia de cada uno ante lo imprevisible y dañino.
En relación con esta resistencia, que mencionábamos, procede detenerse en el término resiliencia. Tres son los nombres que destacan, según distintas fuentes, sobre la conceptualización de este fenómeno: Rutter, Michael; Boris Cyrulnik; E.E. Werner, aunque cabe decir que esta última cuenta con una investigación empírica de más de treinta años a partir de una muestra de ochocientos niños. No obstante, en la base de todos parece hallarse la teoría del apego de John Bowlby. Así, la resiliencia es un término acuñado en el campo de la psiquiatría y la psicología en la segunda mitad del siglo XX y que podríamos resumir, a modo de introducción, como el proceso que permite a ciertos individuos desarrollarse con normalidad y en armonía con su medio a pesar de vivir en un contexto desfavorecido y privado socioculturalmente y a pesar de haber experimentado situaciones conflictivas desde su niñez.
Parece pues que la resiliencia podría ser considerada la excepción, aunque la psicología positiva haya hecho un uso abusivo del término hasta el punto de que parece que ser resiliente o no es una elección. Nada más nefasto ni desacertado para las personas que han experimentado desde niños situaciones ciertamente demoledoras.
En este sentido, desearía destacar que poseemos cierto margen para resistir a temporales y vendavales terribles, pero que nunca el esfuerzo y la voluntad de la persona es el único factor, ni tal vez el decisivo, para ser capaz de afrontar adversidades que superan la capacidad de resistir de la mayoría de los humanos. Ese eslogan positivista, implícito, de “si quieres, puedes” es una especie de mantra dañino que puede generar el autodesprecio en el individuo que no puede, por mucho que ponga de su parte, e incluso la culpa y la percepción de que se victimiza por capricho.
Reflexionando sobre la cuestión, y a pesar del dolor que esto supone para muchas personas, debemos congratularnos de que querer no sea necesariamente poder, ya que este principio generalizado a otros ámbitos de la actividad humana sería funesto, destructivo y aniquilador. Y esto, porque ¿es todo querer deseable? Pues viendo lo visto, en el mundo que habitamos, diríamos contundentemente que no.
No querría acabar, este post, sin volver a reclamar la coherencia a todos los especialistas, pensadores y equivalentes a la hora de analizar experiencias de las que solo poseen nociones teóricas. Esto resulta nocivo, ya que acaban prevaleciendo las doctas enseñanzas de los expertos, sobre las experiencias reales de las personas que viven y padecen el fenómeno del que se trate. Es un grave error esta escisión entre lo teórico y la experiencia porque se acaban desarrollando relatos de corte moral, que no están enraizados en las experiencias del sujeto concreto y sintiente. Como si este último tuviese que ajustarse a lo formulado racionalmente, en lugar de que la razón se imbuya de vida, sufrimiento y experiencia al tiempo que repiensa lo que acontece en el mundo humano.
Nadie es más arrogante e ignorante que quien dicta “el saber” desde su sillón de piel en un despacho con cristaleras que trasparentan el verdor de la naturaleza. Como dice el Evangelio “quien tenga oídos para oír, que oiga” (Mateo 13:9-18).
[1] Monod,J. El Azar y la necesidad. Biblioteca de divulgación científica. Ediciones Orbis. Barcelona 1970. Pg. 168.
Como siempre una entrada muy interesante, ¿se esconderá tras el azar la ignorancia humana de las leyes que rigen en el Universo?
Un saludo!
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Pudiera ser…..somos tan ignorantes y que nos sobra arrogancia
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