Le flecha envenenada

Un comentario

¿Cómo puede el mal causado por otro, y sufrido por uno, generar tanto dolor?  Es como si un filibustero interior se afanara continuamente en retornar el veneno contra uno mismo, sin que nada sepamos de tal sortilegio. Y nos horada el dolor que nos han infringido, y nuestra reacción es como la defensa ante un injusto juicio rebosante de frivolidad; y, tras esto, el malestar por la rabia escupida a quien nos agredió, como si al fin y al cabo los únicos culpables de tal encontronazo fuésemos nosotros.

Más aún, si el otro responde con el silencio te sitúa como un personaje delirante de una narración absurda al que, por consiguiente, mejor ningunear; como si los rayos y truenos lanzados por quien se ha sentido agraviado se hubiesen diluido al punto de alcanzar su objetivo. ¡Qué paradoja hiriente resulta!

Unos tienen la potestad de dañar, junto a la inmunidad como rasgo primordial de quien va escupiendo injurias a diestro y siniestro; inclusive poseen la impunidad de no sentirse nunca agredido. Y otros son impotentes, seres sin la voluntad de causar mal conscientemente. Buena intención; acción nada adaptativa en un entorno en el que quien no sopesa medios-fines y prioriza sus propósitos particulares, acaba siendo un fracasado en el arte de trepar como una hiedra en contra y a costa de los oros.

Quizás quien intenta actuar justamente es un inútil en cualquier lid, porque la lógica de la guerra no se aviene a criterios éticos.

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