Nuestra vulnerabilidad es directamente proporcional a la falta de auténticos vínculos porque, allí donde nuestra fragilidad se muestra, son muchos los rapaces que acudirán a descarnarnos. Solo arropados por la fidelidad de los que viven con y por nosotros nos libraremos de los crápulas que se sustentan del destrozo ajeno.
Todos somos vulnerables, tengamos conciencia de ello o no. Así, casi por egoísmo, debemos cuidar de los otros, ya que la existencia se forja entrelazando y tejiendo vínculos que nos fortalezcan y nos permitan lidiar con los que, alternativamente, son lobos. Y es que también podemos ser esos devoradores que desuellan al que identificamos como débil en un instante fugaz. Lanzarnos a la masacre sin escrúpulos.
No somos mejores unos que otros, pero sí existe una diferencia sustantiva: los que tejen vínculos se nutren del querer cooperar; los que no, se condenan a una vida de odio, guerra y terror.
Además, la vulnerabilidad nos viene del interior, aparte de un exterior hostil.
Desde las grietas interiores que supuran padecimiento, podemos entender el dolor de los otros. Y desde esas profundidades horadadas asirnos a quien nos tiende su alma y rescatarnos: el otro porque siente el brote de la compasión que lo humaniza, nosotros porque hundidos en la putrefacción propia sentimos el alivio de una alianza que lidia contra ese tormento interno.
El cuidado de sí mismo, la conciencia de la fragilidad y el no avergonzarnos de ser como somos los humanos, es la condición necesaria para mirar la vida con otra perspectiva.