Un paisaje interior enturbiado por una niebla espesa, densa y negruzca, que no parece tender a su disolución, ha cubierto cualquier perspectiva. No hay horizonte, ni se puede vislumbrar claro alguno que motive el intento del alma de disipar esa calima cegadora que impele, por el contrario, a finiquitar el alma misma.
Esas frondas no surgen repentinas ni súbitas; se van gestando con el tiempo, un tempo raudo pero extenso; ese del que apenas atisbamos ni un ápice de conciencia, ya que la intensa y sobrecargada celeridad de los hechos — nimios o cruciales, se volatizó la destreza de delinearlos— nos abruma con tal firmeza que solo nos queda verlos pasar haciendo requiebros.
En esa maraña que impone su opacidad, vegetamos como girasoles volviendo la mirada a cualquier claro de luz, aunque sea figurado, transformados en pasividades pacientes que ya no lidian por escapar de esa turbia neblina.
Los tiempos reiterados que exigían estar siempre alerta, han agotado nuestro esfuerzo dedicado ahora, simple y llanamente a subsistir. ¿Y para qué permanecer en ese estado casi vegetativo? Quizás porque si no hay conciencia de no vivir, no aparece el deseo de no continuar haciéndolo. Ese es el gran engaño de la cultura de la velocidad y lo superfluo, mantenernos ignorantes para seguir sirviendo de peones, como en una estratégica partida de ajedrez, que por sí solos no poseen valor pero como piezas de un engranaje son exprimidos sin piedad.
Sable mouvant d’un refus de rester sur place qui finit par tout avaler…
Terrifiant !
Alain
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Sí, a veces es así la vida
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Excelso. Una crítica mordaz y muy oportuna, sin por ello dejar de ser hermosa.
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Gracias, Javi!!!
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