El individuo que ha sido cosificado siempre, construye su identidad como objeto –nunca como sujeto- y por ello se siente disponible, sin límite alguno, para satisfacer las necesidades ajenas. Incapaz aquél, por su naturaleza de cosa, de concebir las propias.
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Crecer es ese movimiento alternativo a la normalidad, que desatiende consejos y consideraciones en pos de una identidad inédita.
Las banalidades son, en último término, las cenizas que llenan la urna tras nuestra incineración ¿qué somos, pues?
Vagando sin hallar contacto alguno con el auditorio de células más íntimas que nos constituyen, sospechamos haber extraviado por disolución lo genuino, aún inmaduro y doliente. Así, nos resta seguir siendo en los otros hasta que nadie nos precise.
El flujo imprescindible de la memoria se detiene y nos deja siendo un presente conturbado, sin el rastro preciso de quién fuimos y cómo derivamos. Solo nos resta ser, con tanta actualidad que parecemos botados desde una nada impensable.
Humanos nos vamos haciendo conforme vamos desarrollando nuestro grado de autoconciencia. Uno de los momentos más complejos y difíciles de los que el sujeto tiene pleno conocimiento es la adolescencia. El término significa adolecer, carecer. Y es que el que adolece, el adolescente, carece de sí mismo y se apercibe de ello, de una identidad
Restar impávida ante los avatares ajenos es una virtud, para nada menor que la de serenar los propios. Nos convertimos en tránsfugas de la vida adoptando diversos roles y paradójicos, que subvierten como necesidad para fijar su propia identidad. Algo así como soy en relación a ti lo que tú eres en relación a mí,
La destreza que desplegamos en la generación de un cierto discurso, viene avalada por los años de continua lectura y estudio; pero sostengo, además, que principalmente, por el vínculo que este discurso mantiene con la construcción del yo y la identidad. Aunque esta sea -y así debe ser para bien de todos- dinámica, es necesaria
Quien se dice narcisista y cree que todo gesto ajeno alimenta su ego, se lamenta por ello y exige correctivos, vive un sueño que enmascara su auténtica desdicha: el reto del deber ser, autoimpuesto como condición necesaria de un reconocimiento que le otorga seguridad.