Despunta el daño insistentemente infringido que la mente se ocasiona a sí misma. Una práctica interiorizada rebosante de culpa por una falta sin identificar, etérea. Ese océano de posibles motivos desborda cualquier posibilidad de redención, porque cuando se desconoce en qué se ha errado maliciosamente –el supuesto mal, aunque sea inconsciente, está presente, de lo
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Hace días, Julio Dustral me surgirió –o quizás retó- “No estaría mal explorar los fundamentos que racionalmente puedan invitarnos a seguir viviendo. Atrévete en uno de tus artículos” y he recogido el testigo para intentar analizar la viabilidad de la propuesta. Lo inmediatamente ilustrativo me parece reconvertir el supuesto en pregunta, es decir ¿puede haber
La pretensión de fundamentar objetivamente una moral, tropieza con la heterogeneidad de las capacidades humanas cognitivas, que no proceden de manera unívoca. Y son éstas la única base para justificar toda posible verdad, desde que hemos admitido como incognoscible todo aquello que trasciende nuestra sensibilidad perceptiva. Así, no haya quizás otro camino que el consenso
Vagando sin hallar contacto alguno con el auditorio de células más íntimas que nos constituyen, sospechamos haber extraviado por disolución lo genuino, aún inmaduro y doliente. Así, nos resta seguir siendo en los otros hasta que nadie nos precise.
Quedarse sin “habla”, sin capacidad para decir nada ante lo observado, es una reacción genuina y espontánea que curiosamente traza rasgos significativos del individuo al que le sobreviene esta incapacidad. Los hechos que provocan este estado en el sujeto son relevantes porque no es, por supuesto, lo mismo perder el habla ante un regate espectacular