El supuesto de un ser, un en sí mismo y auténtico que difiere de su manifestación o su aspecto que tiene su origen en Grecia, ha ido reformulándose a los largo de la historia del pensamiento en términos fenomenológicos, en principio más congruente con la convicción de es el sujeto quien elabora su objeto de conocimiento. Primero porque lo real pasa a concebirse como lo que es, siendo, y aquí nos hallamos ante una dicotomía: o bien si es, se manifiesta como siendo algo; o por otra parte esa aparición no excluye la permanencia de un ser que se muestra como aquello escaso que nunca llega de hecho a reducirse a su existencia, por lo que el sujeto que conoce lo hace en una dialéctica continua entre el fenómeno y aquello que resta velado, y de lo cual nada podemos decir más que intuir su ausencia, en cuanto es sin aparecer.
Esta introducción metafísica que se nos puede antojar mera elucubración, tiene desde mi perspectiva una relevancia pragmática, si ante los acontecimientos, lo existente, lo que de facto ocurre en el mundo- explotación, desgracias, catástrofes, guerras y desaguisados superpuestos- nos planteamos si esto es lo que hay, debido a que el ser es un siendo o, como alternativa, resta una esfera no manifestada que posea otra tonalidad, otros matices y expresiones, que se muestran más esperanzadoras para el sujeto.
Así, la dicotomía yace en si lo real es lo que acontece, y es en ese acto de desvelamiento, que nos hallamos hundidos en una ciénaga devastadora; o si por el contrario, hay algo que constatamos por su ausencia y que, ciertamente, es; pudiendo cobijar la esperanza de un mundo diferente, tal vez menos degenerado y que contenga en sí la potencia de devenir otro.
Esta última opción constituiría una posibilidad de redimirnos, siempre y cuando, esa carencia de desvelamiento fuera temporal y, por ende, acabase deviniendo un siendo que saneara el tumulto de lo indeseable. Pero si, por el contrario, lo real solo lo es en su aparición fenoménica, nos enfrentamos a un mundo desolador que no es únicamente el objeto conocido, sino la única posibilidad de realizarse de cuanto hay.
Esta reflexión se origina a partir de una inquietud básica: ¿para qué indagar sobre lo auténticamente real si no hay posibilidad de que esta búsqueda nos conceda la tregua de poder creer que el mundo no está agotado aun, en su aspecto más benigno?
Porque si la meta-física no aporta una mirada que trascienda lo físico aportándonos un giro copernicano en lo que es, no en lo que percibimos, ¿para qué la metafísica?
Es obvio que toda disquisición sobre las condiciones de posibilidad de lo existente no constituye más que un corpus axiomático del que también se sirve la ciencia; y que como tal no es contrastable desde nuestros estrechos límites de comprobación de su verisimilitud.
En síntesis, si los supuestos metafísicos, que consciente o inconscientemente sostenemos, están al servicio de una comprensión y acción emancipadora, son tal vez “necesarios”; pero si no contribuyen más que al decaimiento y la desesperación podemos prescindir voluntaria y decididamente de ellos, porque para sentir el vértigo de la impotencia no son exigencia alguna.