Estamos saturados, a punto de regurgitar la realidad, que de densa, espesa y desfigurada nos ha intoxicado. No hemos podido digerir tanta indiferenciación, tanta impunidad. Desde el momento en el que suceda lo que suceda las consecuencias son arbitrarias y la levedad de estas insoportables -sabio Kundera- nuestro esófago ha taponado la entrada y nuestro estómago no logra, con todos sus recursos de disolución, desintegrar lo que se muestra absurdo y casi ficticio.
Los conflictos geopolíticos aumentan, los países más pobres se hallan en situaciones de hambruna, enfermedades y falta de alguna acción decidida por parte de quien puede decidir. Y la macropolítica y la macroeconomía tienen su repercusión inmediata en la cotidianidad de las personas, sobre todo en las más vulnerables.
Lo que la realidad en su acontecer fenoménico nos muestra es un caos, una desorientación y un no saber por donde dar el giro de timón que nos desborda, nos aplasta y como hormigas vamos recogiendo migajas en nuestro deambular. Residuos materiales y mentales que solo nos llevan a la desesperación y a reaccionar con un sálvese quien pueda. Y esto no por egoísmo, sino por aplastante impotencia.
No hay peor efecto en una sociedad en la que los individuos se creían ciudadanos que masticar la insignificancia en ese maremágnum que los que tienen el poder -que no son exclusiva, ni a veces principalmente, los Estados- han generado. Incompetentes, frívolos y arrogantes están aplastándonos a todos, y tras ese planchado arrollador solo nos resta comprobar si aún respiramos.