La infancia permanece en un lugar recóndito de nuestro interior formateada como un conjunto de emociones que remiten a supuestos hechos de los que, en realidad, recordamos los que constituye nuestra experiencia básica. Para algunos, es un paraíso perdido ornamentado de fantasías, que genera añoranza y melancolía por lo idílico dejado atrás. Para otros, sin embargo es la entrada en el infierno que difícilmente llegará a constituir auténtico pasado.
Sea como fuere, cuando restamos anonadados contemplando un infante que, pese a sus circunstancias, es capaz de desprender inocencia, ingenuidad y una lógica verbal siempre sorprendente, reiteramos la confianza en que esa pureza aún poco imbuida de las restricciones culturales y la autoconciencia, será el reducto al que podremos acudir para rescatar lo más natural del ser humano. Tal vez, por ello, compartir instantes con los niños nos oxigena y renueva los aires contaminados que respiramos.
Una criatura es siempre terapéutica para un adulto.