Amagando intenciones y destrezas aparecemos como “otros”, distintos e impostados, ante los demás. Deslizamos una figura ajustada a las expectativas ajenas, para embaucar y ser de los suyos. Así nuestra apariencia se sustenta en un yo que, en la retaguardia, constituye la defensa mortífera contra un mundo del que no cabe fiarse. Es un modo
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La decencia es un juicio social –con connotación moral- que se hace del otro, induciéndolo al postureo falaz de “las aceitunas sin hueso”
La generosidad no cabe nombrarla, se despliega silenciosa como un aroma envolvente alrededor del otro. Al contrario, quien se jacta de ella parece querer arraparse como una sanguijuela, que aprovechando el equívoco dulzor del entorno, absorbe lo que es ajeno en lugar de desprenderse de lo propio.
Debemos asumir que el hombre es un ser fundamentalmente paradójico. No hay comprensión posible sin esta premisa. Esto podemos observarlo no sólo atendiendo al humano como especie, sino cotidianamente en cada uno de los individuos que nos rodean y, si nos miramos al espejo, en ese otro yo que nunca queremos reconocer. Sobre esta dualidad
Hay palabras que, aunque se muestren oportunas, denotan la hipocresía que busca satisfacer expectativas. Son pronunciadas con tal debilidad que no consiguen enmascarar la actitud que se niega, porque son escasas, sin contundencia, sin convicción, solo nombradas. Así, sin pretenderlo, desenmascaramos algo oculto y auténtico que no se nos quiere expresar, por razones ignotas que
Saturados de maldad e incapaces ya, de metabolizar la propia y la ajena, el humano del S.XXI convulsiona y vomita ante la posibilidad de reconocerse en algún artefacto artístico como Lucifer; Temiendo que el arte disponga, por naturaleza, de una función especular, no soporta re-conocerse, porque se conoce. Sabe del dolor, la maldad, el salvajismo