El pesimismo se sustenta en la convicción de que aquello que pueda ir mal, irá mal. El optimismo es su opuesto como creencia que tan solo resalta y espera lo benéfico. El realismo sería un intento de templar estas percepciones extremas, ponderando lo positivo y lo negativo y analizando qué puede depararnos el futuro.
No obstante, no siempre estas actitudes surgen exclusivamente de la mente del sujeto, sino que hay contextos que no dejan cabida más que a determinados juicios teñidos de una desazón fundamentada. Quizás, el nuestro sea de aquellos, contextos, que arrasan con todo intento de esperanza, y podemos mencionar como elementos devastadores: la voracidad del sistema capitalista que se ha impuesto como único orden que regula el mundo y derivado de esos intereses: conflictos bélicos cuya razón última es el lucro o beneficio, el terrorismo global, la financiación del desarrollo científico-tecnológico, el caos climático, una sociedad frívola basada en el consumo como fuente de identidad,…por explicitar algunos de ellos.
Este panorama que neutraliza cualquier atisbo de combatirlo, no puede dar lugar más que a una visión pesimista que podríamos, en esta coyuntura, denominar realismo puro y duro. Lo benéfico, lo justo y lo que en conjunto constituyen aspectos bellos de la vida, solo tienen cabida a nivel micro, casi nano, diríamos, de tal forma que pasan desapercibidos en ese marasmo desolador.