En pleno SXXI, con la capacidad de la razón como condición certera de progreso superada, la desmitificación de la ciencia como el saber perfecto y la intuición subsiguiente de que somos seres ínfimos, profundamente desconocidos para nosotros mismos, ha llegado quizás el momento de zafarnos del equívoco de que toda disciplina que no constituya una