El Deseo, ya en la Grecia antigua y en la modernidad a partir de Kant especialmente, pasó a constituir un término que aludía a las pasiones irracionales que hierven en el cuerpo -que no es algo distinto de la denominada mente-[1] y que nos arrastran a hacer lo que no queremos. Es decir, se establecía
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En los vértices del mundo se halla siempre algún humano pendiendo, sangrando por las heridas que le han perforado su impertinente e insaciable necesidad de saber. Aquel que quiso conocer y, habiéndolo logrado, se quedó atravesado por la verdad: elevando nuestra capacidad de aprehender solo masticamos el absurdo y el vacío; una experiencia demoledora porque
Aquello que se nos desvela por la fuerza de las pulsiones puede generarnos contradicciones, rechazo y autocensura que exigirá, por lo tanto, el esfuerzo de vivir, de resistir, como si nada supiéramos. Pero esta posibilidad no es más que una falacia apaciguadora que nos permite soportarnos y que se va desmoronando conforme esas pulsiones se

