Cuando una futura o supuesta novela que está en curso, tras mucho tiempo de haberla iniciado, avanza a trompicones sin poder evitarlo; con vacíos prolongados en los que nada germina; aunque permanezca incisiva en ese rincón desasosegado de la mente que parece luchar por descubrir lo que aún no es, produce una desazón intensa por
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Que de la dominación de la razón, derivemos el estado de locura, no es más que la sobrevaloración que la primera ha experimentado en los orígenes de la Ilustración, como aquella facultad superior en los humanos cuyo despliegue debe llevarnos al “ambiguo” progreso de la cultura. Aquella actitud o conducta que se desvía de la
Agrietado el poder de la intuición, ante la opacidad de lo que hay, tan solo nos resta la elucubración circular que, por esa índole cíclica, nos enreda en un laberinto obsesivo de incomprensión, y, esta última, nos condena a la angustia que –como Heidegger afirmó- no es más que el testimonio de la presencia de
Hay pálpitos que alertan, desde una prudencia temerosa, de lo errado y fallido. Algunos restan subsumidos al pavor y petrificados; otros se empoderan, ante la ventaja que concede el aviso, y hacen de la necesidad virtud, o en otros términos exprimen lo benéfico de lo inevitable.
Dirimir el lugar apropiado en relación al otro, y el propio en relación al yo, es un arte fluctuante que exige una intuición casi divina.
Experimentar lo que intuimos, proporciona unas dimensiones de realidad tangible a lo vivido, que nos sentimos exigidos a realizarlo. No es revelación alguna, ni magia, tan solo una concurrencia de lo que tu reflexión te induce a intuir con las circunstancias que se dan en la existencia. Quizás adopte un perro.