Decía Mainländer que: “la verdadera filosofía debe ser puramente inmanente, es decir, tanto su tema como su límite han de ser el mundo”[1], ya que no puede recurrirse a lo extramundano para explicarlo, pues dicha construcción se fundamentaría en lo no cognoscible ni justificable a su vez. Esta convicción haría las delicias de cualquier materialista
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Ayer, en una conversación irónica cuyo contenido está arraigado en una experiencia de urgencia y precariedad, alguien muy especial para mí, me decía que lo fugaz no es el tiempo, sino el dinero. Las risas cómplices no nos distrajeron, a cada uno en su interior, de la tragedia que subyace a esta afirmación: no son
El humano es la quiebra de la arrogancia, como entes sometidos a ese mundo que anhelamos dominar, acabamos siendo carencia porque nada nos satisface. Desatendiendo a los propios límites, el fracaso nos atiza con un látigo de realismo para que nos reconozcamos nimios, insignificantes vivientes que bracean por no hundirse en la nada; esa que
El materialismo, como negación de una realidad trascendente, es la noción que cautiva a un mundo que no evidencia más que uniformidades y efectos derivados de las denominadas teorías científicas –en última instancia hipótesis provisionales- o de las acciones humanas, únicamente limitadas por su propia potencia. Sujetos a estas dos intervenciones, no podemos dar crédito
No sabemos qué hacer, ni cómo manejar viejos términos que tienen reminiscencias de épocas anteriores y que, por ello, nos parecen despreciables. La palabra espiritualidad, por ejemplo, remite a muchos a los lazos religiosos impuestos durante años en el Estado Español; nos cuesta disociarla de esta connotación y apercibirnos que de forma genérica significa: conjunto


