Entrada publicada en agosto de 2018, revisada. Solo en el silencio murmuran los quejumbrosos gemidos de la orfandad de sentido. Acaso, sea el ruido la fuga más común de los que carecen incluso de conciencia del trágico desatino de existir. Neutralizando el estruendo aumentamos el riesgo de renunciar a ser, por ello entronizamos un sistema
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El humano es la quiebra de la arrogancia, como entes sometidos a ese mundo que anhelamos dominar, acabamos siendo carencia porque nada nos satisface. Desatendiendo a los propios límites, el fracaso nos atiza con un látigo de realismo para que nos reconozcamos nimios, insignificantes vivientes que bracean por no hundirse en la nada; esa que
El mundo se halla bajo sospecha, esa que nos advierte de imposturas maquilladas de veracidad, de sucesos a los que accedemos indirecta y tendenciosamente narrados, de complejas redes engarzadas que subrepticiamente nos muestran lo que debe ser asimilado, en pro de los intereses ocultos, y repudiado en coherencia con el discurso impuesto, que legitima los
Fracasar es parecido a morirse: te libera tanto como morirte, solo que te deja la conciencia necesaria para disfrutar de esa liviandad, de esa falta de necesidad que tienen los muertos. Y te da la posibilidad de estirar hasta lo indecible tus últimas palabras. (…)Quizá deba llevar la coherencia de la frase hasta su fin
El fracaso vital emerge cuando logrado todo, se siente ser nada, o no-ser, o lo equivalente: una vacuidad incomprensible deudora de un malogrado sentido.
Si las divergencias ideológicas o metaideológicas desbalagan los lazos afectivos incardinados en los piélagos más íntimos y nutridos, habremos fracasado como sujetos humanos potencialmente capaces de objetivar las cosas, y establecer lo fundamental y lo secundario.
Cuando utilizando la dialéctica de la inversión constatamos que las condiciones de posibilidad de “un algo” es lo que paradójicamente lo hace a su vez imposible –porque al realizarlo lo invierte- , podemos estar barrando definitivamente el sentido propio de todo cuanto hay, o como hiciera Derrida, catapultarnos al desafío del exceso, es decir de
Si el esfuerzo intensivo y supino no garantiza el fin anhelado, lo crucial deviene el grado de elasticidad de nuestros jóvenes para sostener un fracaso no obtenido por desidia. Que los parámetros por los que evaluamos la vida sean un supuesto “éxito” social, harto cuestionable, produce un dualismo, casi sustancial, entre los integrados triunfadores y
Si a una débil cultura del esfuerzo, gestada a base de idolatrar a jóvenes triunfadores, felices y con un poder adquisitivo regalado, la sometemos a un mecanismo continuado de competitividad para lograr el éxito social o un lugar en el mundo, podemos obtener generaciones frustradas, caracterizadas por la indefinición y adoleciendo de consistencia personal para
Cansados y hastiados ya, de vagar por un terreno baldío, hemos echado al vuelo de la disolución quimeras y utopías. Andamos hoy, en suelo firme sometiéndonos, lo admitamos o no, al imperativo de la ley del más “fuerte”, es decir, del que poseyendo poder económico dicta cualquier otra norma “ad hoc”. Nuestra pasividad efectiva es