Bajo la techumbre que lo albergaba y reposando el cuerpo en una tumbona veía pasar lunas y soles; impávido e indolente se asemejaba más a una talla que a un organismo vivo. Su actitud no era arbitraria, sino una estrategia de protección contra ese exterior turbio e imprevisible que tanto le había lacerado. Por eso,
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Los años llenos de la presencia de alguien nunca son baldíos, aunque en un desgraciado instante pese más la incomprensión mutua que el deseo de no ser el otro ausente, que se esfumó y ya no sabemos ni el porqué.
Desvencijado y desestructurado por el azote huracanado del acontecer, que tanto se le asemeja al pasado, no halla lugar ni requiebro hábil para urdir estrategias edificantes. Una imagen obsesiva de cortes epidérmicos que contribuyen a menguar la angustia o una pérdida de conciencia provocada. Pero, después ¿qué hay de la carga mortecina, de las miradas
Si al retumbar huecas las palabras no hay más que soledad, simultáneamente se cercenó la posibilidad de conexión y de abandonar ese estado de autismo transitorio.
Paradójicamente se espesan los bosques entre tantos incendios y el mundo deviene un caos inescrutable.
Tentada la paciencia desde lejos, se consumió esa capacidad de soportar sin alteración aparente. Ahora, la reacción es íntima de la acción que la provoca y su naturaleza áspera y tajante. No conviene aguardar benevolencia ante las limitaciones reiteradas, aunque estén adheridas como una segunda piel y sean casi indiscernibles.
Que un dolor no pueda ser re-conocido por nadie más que quien lo padece, que a quien sufre se le diga que no es re-conocible su dolor, le condena al pozo de la soledad más cruda, al silencio exigido por la incomprensión. Ya, en esa guarida húmeda, se recrudecen las ausencias y los silencios reverberan