En ocasiones, queremos compartir y expresar lo inefable, rebelándonos contra la evidencia de la propia soledad.
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Acaso sea la soledad de mármol infranqueable, que incapacita para anudar lazos que templen, esa ausencia de calor vital lo que precipite muertes biológicas ante vidas ya inertes.
La soledad es la sombra que nos persigue, de la que no podemos zafarnos, y que con su presencia umbría nos recuerda que solo nos quedará ella.
¿Qué sucedería si alguien anunciara con una semana de antelación su suicidio? Obviamente a las personas más próximas –las que él considera “los suyos”- sin desvelar ni el lugar ni la forma de tal acontecimiento. Simplemente para que, los que lo llorarán, tengan la oportunidad de despedirse. La cuestión no es ociosa, si consideramos que
Tentada la paciencia desde lejos, se consumió esa capacidad de soportar sin alteración aparente. Ahora, la reacción es íntima de la acción que la provoca y su naturaleza áspera y tajante. No conviene aguardar benevolencia ante las limitaciones reiteradas, aunque estén adheridas como una segunda piel y sean casi indiscernibles.
Que un dolor no pueda ser re-conocido por nadie más que quien lo padece, que a quien sufre se le diga que no es re-conocible su dolor, le condena al pozo de la soledad más cruda, al silencio exigido por la incomprensión. Ya, en esa guarida húmeda, se recrudecen las ausencias y los silencios reverberan
Estamos antes la declinación neutra, la que de hecho no declina en absoluto y genera incomunicación por incomprensión de lo manifestado. Nos vemos, unos a otros, sin alcanzar a mirarnos, y suponemos elucubramos sobre el trasiego mental ajeno, para darnos de bruces con la oscura ignorancia. Y así, solo la compasión circula fluida entre los